CAPÍTULO 08 o MI AGÜITA AMARILLA (Parte II)

La inmundicia, el calor árido, la pestilencia y la soledad, son los rasgos que trae un mundo post-apocalíptico. Para Tomás Sáez García esto no es más que su día a día.
El mundo no ha sido lo mismo desde que los islámicos se pusieran de acuerdo e hicieran detonar todas las centrales nucleares del mundo a la vez. Dejando el mundo hecho una puta mierda. Mutantes, bandas callejeras y un montón de basura radiactiva.
Tomás era un guardia civil en el antiguo mundo, un hombre que se conocía las carreteras y autopistas, un hombre con un callo en el culo de tanto conducir. Ahora es una cucaracha; así se les llama a los que sobrevivieron y van buscándose la vida.

¿Sabéis cuál es la primera consecuencia de un apocalipsis nuclear? No, no es el hambre; ni las mutaciones. No son las enfermedades, no; ni siquiera la muerte. La primera consecuencia de un apocalipsis nuclear es el silencio. Todo se contagia de silencio. Parece que hasta los ríos dejan de sonar. El silencio se hace dueño y señor de todo lo que nos rodea y, qué queréis que os diga, eso me gusta.

No ha sido difícil acertar que estos energúmenos harían una rave semanal de entrada libre. Qué más da que hace apenas unos días un desconocido se colara, robara su almacén de esperma momentáneo, e insultara y amenazara a su líder. Qué más da… Ellos viven a su manera en esta mierda de mundo apocalíptico, y a su manera, os lo aseguro, los voy a freír.
Ésa es otra de las cosas que no puedo entender: ¿cómo coño ha sobrevivido esta tribu hasta hoy, si entre todos no juntan ni un cuarto de neurona?

Durante mi primera incursión pude comprobar que la jodida discoteca era una fortaleza inexpugnable, con torretas de vigilancia, vallas electrificadas, etc… Está muy claro que es difícil entrar y, por consiguiente, lo es salir. Lo tengo casi todo atado, menos el final. Eso lo tendré que improvisar.
Agarro la bolsa negra y manchada de sangre que he traído conmigo y en la que he guardado la ropa que le robé a uno de los mutantes que había en mi pequeña Casa de la Pradera. Huele a puta mierda. Cuatro cortes con tijeras y un mal afeitado hacen de mí un tipo totalmente distinto. Escupo la colilla que ya me está quemando los labios. Ando con paso firme entre el barro que inevitablemente se pega en mis botas e intento parecer seguro de mí mismo. Esto último no me cuesta nada; soy casi un ente sin alma.

La valla electrificada rodea el perímetro de la discoteca dejando un espacio entre medias a modo de foso. Estaría bien como medida preventiva si no fuera porque, en noches de rave, hay varios vehículos aparcados.
Desde donde estoy puedo adivinar un autobús verde y destrozado, al menos dos coches tuneados, que no entiendo cómo coño están tan limpios con la de mierda y barro que hay por todos lados, un par de furgonetas, y mi querido Benemérita I. Estoy convencido de que alrededor, aparcados en la zona a la que no me alcanza la vista, debe haber al menos otros veinte o treinta vehículos.

Dejo a mi derecha el cartel de Spook, semienterrado en barro, y un cachas, que se ha aproximado hasta la puerta, me echa el alto cual guarda de discoteca. Es la única diferencia con la semana pasada: hoy hay portero. Me extraña que se haya acercado desde la furgoneta en la que estaba. Me extraña, sí, pero me da una idea de cómo finalizar esto.

– ¿No nos conocemos? -su cara es una mezcla de boxeador y de Sloth Fratelli- ¿No nos hemos visto antes?
– Lo dudo, no me hubiera olvidado de ese culo en mi vida.
– ¡Venga entra, joder! Puto maricón…

Doy un rodeo por la pista de baile y me escabullo entre la gente para salir de nuevo por la puerta principal, pero en lugar de dirigirme hacia fuera, tomo una pequeña abertura que hay entre el arco de la entrada y el muro, y me dirijo al improvisado parking. Ni rastro de John Cobra. La música está a toda leche.
Compruebo que estaba en lo cierto y que todo el perímetro que rodea a la discoteca está plagado de vehículos. Joder, hay hasta dos Harley.
No puedo creer la suerte que tengo cuando descubro que entre dos grandes furgonetas verdes del ejército hay apilados más de 20 barriles de keroseno. ¡Éstos idiotas los tienen todos juntos! Demasiado fácil, pienso. Pero, ¡qué coño! Alguna vez tenía que estar conmigo la diosa fortuna, ¿no?
Vuelvo sobre mis pasos. Desde apenas cinco metros a un lado le silbo al portero, y cuando me mira le guiño un ojo. Me ha venido una película a la mente en la que unos soldados utilizan a un mariquita en la frontera con el bando rival para entretener a los que custodiaban el otro lado, mientras les tiraba piropos. Me mira. Se enfada. Es un machito. No lo va a permitir. Demasiado fácil.

Esconder el cuerpo me cuesta menos que sacarle el cuchillo de las pelotas. Nuestro encuentro “sexual” me ha resultado fructífero: tabaco, una pistola, dos cuchillos, medio pollo de speed, una foto de una chica que no valdría ni para media paja, y como había imaginado, las llaves de la furgo.
Derramo varios barriles. Es difícil, ya que una de las torretas tiene ángulo de visión, pero el ruido ensordecedor que sale de esta jaula de monos gigante y el abrigo de una noche cerrada se ponen de mi lado.

El penúltimo paso es abrir todos y cada uno de los depósitos de los vehículos que hay alrededor de la valla. Lo tengo decidido, y si quiero reventar todo esto y matar a ese hijoputa, tendré que sacrificar algo. Con un poco de suerte alguno de los vehículos quedará servible, aunque lo dudo. Y me da que mi suerte del siglo presente ya me ha concedido su noche de placer.
Arranco la furgoneta y la coloco en medio de la puerta. El guardia de la torreta comienza a increparme:

coche_jpg_20131009185434_26826_1– ¡Eh, tú, gilipollas, quita eso de ahí!
El keroseno ya llega hasta la entrada.
– ¡Eh!, ¿es que no me has oído?
Bajo por la puerta del copiloto dejando la discoteca sin salida principal.
– ¡O la mueves o te pego un tiro!

Arranco la colilla de mi boca, y la lanzo hasta el charco que hay justo debajo de la furgoneta, como en mis mejores tiempos de jugador de canicas. El surco de fuego recorre el perímetro a una velocidad vertiginosa, incendiando y haciendo explotar todo lo que pilla a su paso. Al idiota de la torreta no le da tiempo ni abrir la trampilla para bajar. Me alejo despacio. No hace falta correr. Dudo mucho que nadie consiga salir con vida.

Vuelvo pasados unos días (no era conveniente acercarse antes, por si acaso) pero esta vez con la niña. Quiero comprobar si queda algo que me pueda servir, y si además veo el cuerpo tostadito de un tronista al que le tengo un poco de manía, pues mejor.

Compruebo que todo está calcinado, como en esas películas de épocas antiguas en la que arrasaban las aldeas, pero ni rastro de John Cobra. Cuento los vehículos, había treinta y tres y dos motos. Hay treinta y uno y las motos. Mierda. Me subo al techo de uno de los coches que recuerdo del parking. Me saco la chorra y apunto a una cabeza chamuscada como un filete argentino. Comienzo a mear mientras tarareo:

– Y creo que he bebido más de cuarenta cervezas hoy…

Mi coche, vale. Mi arma, pasa. Mi silencio… ni de coña, cabrones. Si me tocáis el silencio os parto la crisma.

Texto escrito por Haciendo Ruido

El equipo de Tomás Trastornao recuerda que esta es un obra de ficción y que solo escribimos para hacer reír o sorprender al lector, nunca para hacer daño a nadie. Nuestro lema es “vive y deja vivir”. Bamf!, Moisés y Gurguik.

CAPÍTULO 07 o MI AGÜITA AMARILLA (Parte I)

La inmundicia, el calor árido, la pestilencia y la soledad, son los rasgos que trae un mundo post-apocalíptico. Para Tomás Sáez García esto no es más que su día a día.
El mundo no ha sido lo mismo desde que los islámicos se pusieran de acuerdo e hicieran detonar todas las centrales nucleares del mundo a la vez. Dejando el mundo hecho una puta mierda. Mutantes, bandas callejeras y un montón de basura radiactiva.
Tomás era un guardia civil en el antiguo mundo, un hombre que se conocía las carreteras y autopistas, un hombre con un callo en el culo de tanto conducir. Ahora es una cucaracha; así se les llama a los que sobrevivieron y van buscándose la vida.

Si algo he aprendido desde que soy una cucaracha, es que, en ocasiones, y por mucho que me joda, huir es la única solución.

Apenas han pasado unas horas desde que dejamos esa puta discoteca, y aún así, hay algo que no deja de rondarme la cabeza: John Cobra.

Otra de las cosas que he aprendido es a analizar las situaciones concienzudamente, ya que un paso en falso puede joder el trabajo de varios meses. O lo que es peor, puede llevarte a servir de caña y tapa para los jodidos mutantes.

Tenemos como hándicap la pérdida del Benemérita 1 y el AK, pero hemos encontrado un caserío medio abandonado en el que hay comida para al menos una semana, eso si se le puede llamar comida a una despensa llena de botes de ravioli. Mírame aquí, en un puto caserío, como si fuera una niña de la Casa de la Pradera. Me faltan las coletas, ya que la virginidad la mantengo en el puto culo.
Cuando llegamos huyendo de los esbirros del “tronista” la encontramos plagada de mutantes con bastante hambre, la verdad. El olor a putrefacción es algo con lo que he aprendido a vivir, de ahí que no me moleste que estén todos muertos, esparcidos y descomponiéndose aún más de lo que ya estaban. La niña vomita por cualquier cosa, y a mí está empezando a tocarme los huevos. “Tres reglas, Tomás, eran tres putas reglas, ¿tan difícil te resulta?”

La decisión está tomada.

– ¿Pero no íbamos a Castellón?

Moisés Tolosa
Moisés Tolosa

– Tú lo has dicho, íbamos. Pero ahora ya no vamos.
– Si crees que voy asustarme vas listo. Ya estoy curada de espanto, ¿recuerdas?
– Ni pretendo asustarte, ni me preocuparía en caso de que así fuera. Ya te lo he dicho. Te quedas aquí escondida hasta que yo vuelva. Que lo haré.
– ¿Y si no vuelves?
– Sí voy a volver.
– Pero, ¿y si no?
– Pues o te vas tú solita a Castellón o buscas un grupo de esos “amigos” tuyos para pasar un buen rato.

Mierda de niña, ahora me hace sentir culpable.

Voy de camino de vuelta a la Spook. Ya no puedo ni contar los callos que tengo en los putos pies. Llevo en la cabeza tres únicos objetivos: coche, arma y John Cobra. Espero no tener que lamentarme del momento en el que recordé que estos cabrones tienen reservas de keroseno, pero sobre todo, espero no tener que recordar a la difunta puta madre de ese viejo amigo que me enseñó que todas las fortalezas parten de una idea muy básica: es tan difícil entrar como salir.

Texto escrito por Haciendo Ruido

El equipo de Tomás Trastornao recuerda que esta es un obra de ficción y que solo escribimos para hacer reír o sorprender al lector, nunca para hacer daño a nadie. Nuestro lema es “vive y deja vivir”. Bamf!, Moisés y Gurguik.

CAPÍTULO 06 o ABIERTO HASTA EL AMANECER, QUE NO ES POCO (Parte II)

La inmundicia, el calor árido, la pestilencia y la soledad, son los rasgos que trae un mundo post-apocalíptico. Para Tomás Sáez García esto no es más que su día a día.
El mundo no ha sido lo mismo desde que los islámicos se pusieran de acuerdo e hicieran detonar todas las centrales nucleares del mundo a la vez. Dejando el mundo echo una puta mierda. Mutantes, bandas callejeras y un montón de basura radiactiva.
Tomás era un guardia civil en el antiguo mundo, un hombre que se conocía las carreteras y autopistas, un hombre con un callo en el culo de tanto conducir. Ahora es una cucaracha; así se les llama a los que sobrevivieron y van buscándose la vida.

Me acerco sigilosamente a la puerta de entrada, que me recuerda vagamente a la de un campo de concentración nazi. Al margen del ruido insoportable que proviene del interior, nadie viene a recibirme. Al lado de la puerta, semienterrado en barro, un cartel de letras metálicas en el que aún se puede leer: «SPOOK FACTORY».
Punto en contra: este sitio está mejor protegido que mi ojete.
Punto a favor: es noche de rave. Entrada libre.
Entro por la puerta principal, sin prisa pero sin pausa. Oculto el AK como mejor puedo, como si estuviera entrando una botella de contrabando. Pero a nadie le importa una mierda. Acabo de entrar en algún puto círculo del Infierno, y juro por Dios que este no venía descrito en ningún libro. Aquí hay unos doscientos tarados moviéndose al son del ruido, pero cada uno hace su baile particular. No pueden parar. Tal vez no saben. Puede que no quieran. Todos los cuerpos son famélicos sin excepción. A algunos les brilla la boca, a otros las muñecas o los tobillos. Y ninguno es mutante. Es gente. Joder.
Lo bueno de este tipo de edificaciones es que no hay mucho sitio donde esconder a una niña secuestrada. En estos lugares tienes dos opciones: bailar hasta la muerte, o controlar el baile. Y el jefe siempre tiene un despacho en lo alto. A los jefes les gusta tener un lugar tranquilo donde meterse rayas de coca radiactiva. hqdefault
Me adentro en la marea de cuerpos lánguidos sin encontrar resistencia. Paso rozando jaulas de go-go’s que yacen tirados en el suelo porque ya no tienen fuerzas para bailar, y nadie se preocupa de ellos. Llego a las únicas escaleras del local que van hacia arriba. Dos guardias. No me miran. Tienen las pupilas como tapas de alcantarilla. Entro en el despacho.
Su cara es un amasijo de moratones, pero está viva. No me interesa saber nada más.
Cuando la cargo sobre mis hombros y salgo del despacho, me fijo por primera vez en la pasarela, justo detrás de los focos que me están dejando ciego. No veo colores ni caras ni la madre que me parió, pero distinguiría esa silueta de cruasán en cualquier sitio. Como uno de esos críos a los que sus padres obligaban a destacar en un deporte desde muy pequeños, y luego se quedaban bajitos porque crecían en horizontal. Puto John Cobra de los cojones, te voy a hacer una cara nueva cuando te coja.
– ¡Devuélveme mi coche, aborto de tronista de los huevos!
Aunque no le veo, puedo sentir que el viejo insulto que acabo de usar ha removido algo en sus entrañas podridas de proteínas de gimnasio. Grita algo desde la pasarela, pero no sé que es. De repente, todo está tranquilo. Las vibraciones han parado. Gracias a Jesucristo y a la puta Virgen de Guadalupe.
Pero todos los malditos danzantes me están mirando fijamente, como si su hechizo musical se hubiera roto y lo único que les llamara la atención fuéramos nosotros. Y avanzan. Avanzan como un rebaño. No pueden correr porque sus cuerpos ya no se lo permiten, pero quieren agarrarnos. Hostia, qué peste a sobaco.
Corro. Corro todo lo que puedo correr con un saco de huesos sobre los hombros. Corro como si no estuviera notando las rótulas crujir con cada zancada. Corro como si no me dolieran los arañazos de estos putos osopandas que no llegan ni a medio zombi. Paso entre ellos con relativa facilidad, pero son muchos, y casi lloro de la alegría cuando las luces estroboscópicas dan paso a la mortecina luz de gas de la calle. Joder, estamos vivos. Y entonces caigo.
Punto a favor: no son zombis, no pueden contagiarnos una mierda con sus arañazos.
Punto en contra: he perdido mi arma.

Texto escrito por Bamf!

El equipo de Tomás Trastornao recuerda que esta es un obra de ficción y que solo escribimos para hacer reír o sorprender al lector, nunca para hacer daño a nadie. Nuestro lema es “vive y deja vivir”. Bamf!, Moisés y Gurguik.