La inmundicia, el calor árido, la pestilencia y la soledad, son los rasgos que trae un mundo post-apocalíptico. Para Tomás Sáez García esto no es más que su día a día.
El mundo no ha sido lo mismo desde que los islámicos se pusieran de acuerdo e hicieran detonar todas las centrales nucleares del mundo a la vez. Dejando el mundo hecho una puta mierda. Mutantes, bandas callejeras y un montón de basura radiactiva.
Tomás era un guardia civil en el antiguo mundo, un hombre que se conocía las carreteras y autopistas, un hombre con un callo en el culo de tanto conducir. Ahora es una cucaracha; así se les llama a los que sobrevivieron y van buscándose la vida.
¿Sabéis cuál es la primera consecuencia de un apocalipsis nuclear? No, no es el hambre; ni las mutaciones. No son las enfermedades, no; ni siquiera la muerte. La primera consecuencia de un apocalipsis nuclear es el silencio. Todo se contagia de silencio. Parece que hasta los ríos dejan de sonar. El silencio se hace dueño y señor de todo lo que nos rodea y, qué queréis que os diga, eso me gusta.
No ha sido difícil acertar que estos energúmenos harían una rave semanal de entrada libre. Qué más da que hace apenas unos días un desconocido se colara, robara su almacén de esperma momentáneo, e insultara y amenazara a su líder. Qué más da… Ellos viven a su manera en esta mierda de mundo apocalíptico, y a su manera, os lo aseguro, los voy a freír.
Ésa es otra de las cosas que no puedo entender: ¿cómo coño ha sobrevivido esta tribu hasta hoy, si entre todos no juntan ni un cuarto de neurona?
Durante mi primera incursión pude comprobar que la jodida discoteca era una fortaleza inexpugnable, con torretas de vigilancia, vallas electrificadas, etc… Está muy claro que es difícil entrar y, por consiguiente, lo es salir. Lo tengo casi todo atado, menos el final. Eso lo tendré que improvisar.
Agarro la bolsa negra y manchada de sangre que he traído conmigo y en la que he guardado la ropa que le robé a uno de los mutantes que había en mi pequeña Casa de la Pradera. Huele a puta mierda. Cuatro cortes con tijeras y un mal afeitado hacen de mí un tipo totalmente distinto. Escupo la colilla que ya me está quemando los labios. Ando con paso firme entre el barro que inevitablemente se pega en mis botas e intento parecer seguro de mí mismo. Esto último no me cuesta nada; soy casi un ente sin alma.
La valla electrificada rodea el perímetro de la discoteca dejando un espacio entre medias a modo de foso. Estaría bien como medida preventiva si no fuera porque, en noches de rave, hay varios vehículos aparcados.
Desde donde estoy puedo adivinar un autobús verde y destrozado, al menos dos coches tuneados, que no entiendo cómo coño están tan limpios con la de mierda y barro que hay por todos lados, un par de furgonetas, y mi querido Benemérita I. Estoy convencido de que alrededor, aparcados en la zona a la que no me alcanza la vista, debe haber al menos otros veinte o treinta vehículos.
Dejo a mi derecha el cartel de Spook, semienterrado en barro, y un cachas, que se ha aproximado hasta la puerta, me echa el alto cual guarda de discoteca. Es la única diferencia con la semana pasada: hoy hay portero. Me extraña que se haya acercado desde la furgoneta en la que estaba. Me extraña, sí, pero me da una idea de cómo finalizar esto.
– ¿No nos conocemos? -su cara es una mezcla de boxeador y de Sloth Fratelli- ¿No nos hemos visto antes?
– Lo dudo, no me hubiera olvidado de ese culo en mi vida.
– ¡Venga entra, joder! Puto maricón…
Doy un rodeo por la pista de baile y me escabullo entre la gente para salir de nuevo por la puerta principal, pero en lugar de dirigirme hacia fuera, tomo una pequeña abertura que hay entre el arco de la entrada y el muro, y me dirijo al improvisado parking. Ni rastro de John Cobra. La música está a toda leche.
Compruebo que estaba en lo cierto y que todo el perímetro que rodea a la discoteca está plagado de vehículos. Joder, hay hasta dos Harley.
No puedo creer la suerte que tengo cuando descubro que entre dos grandes furgonetas verdes del ejército hay apilados más de 20 barriles de keroseno. ¡Éstos idiotas los tienen todos juntos! Demasiado fácil, pienso. Pero, ¡qué coño! Alguna vez tenía que estar conmigo la diosa fortuna, ¿no?
Vuelvo sobre mis pasos. Desde apenas cinco metros a un lado le silbo al portero, y cuando me mira le guiño un ojo. Me ha venido una película a la mente en la que unos soldados utilizan a un mariquita en la frontera con el bando rival para entretener a los que custodiaban el otro lado, mientras les tiraba piropos. Me mira. Se enfada. Es un machito. No lo va a permitir. Demasiado fácil.
Esconder el cuerpo me cuesta menos que sacarle el cuchillo de las pelotas. Nuestro encuentro “sexual” me ha resultado fructífero: tabaco, una pistola, dos cuchillos, medio pollo de speed, una foto de una chica que no valdría ni para media paja, y como había imaginado, las llaves de la furgo.
Derramo varios barriles. Es difícil, ya que una de las torretas tiene ángulo de visión, pero el ruido ensordecedor que sale de esta jaula de monos gigante y el abrigo de una noche cerrada se ponen de mi lado.
El penúltimo paso es abrir todos y cada uno de los depósitos de los vehículos que hay alrededor de la valla. Lo tengo decidido, y si quiero reventar todo esto y matar a ese hijoputa, tendré que sacrificar algo. Con un poco de suerte alguno de los vehículos quedará servible, aunque lo dudo. Y me da que mi suerte del siglo presente ya me ha concedido su noche de placer.
Arranco la furgoneta y la coloco en medio de la puerta. El guardia de la torreta comienza a increparme:
– ¡Eh, tú, gilipollas, quita eso de ahí!
El keroseno ya llega hasta la entrada.
– ¡Eh!, ¿es que no me has oído?
Bajo por la puerta del copiloto dejando la discoteca sin salida principal.
– ¡O la mueves o te pego un tiro!
Arranco la colilla de mi boca, y la lanzo hasta el charco que hay justo debajo de la furgoneta, como en mis mejores tiempos de jugador de canicas. El surco de fuego recorre el perímetro a una velocidad vertiginosa, incendiando y haciendo explotar todo lo que pilla a su paso. Al idiota de la torreta no le da tiempo ni abrir la trampilla para bajar. Me alejo despacio. No hace falta correr. Dudo mucho que nadie consiga salir con vida.
Vuelvo pasados unos días (no era conveniente acercarse antes, por si acaso) pero esta vez con la niña. Quiero comprobar si queda algo que me pueda servir, y si además veo el cuerpo tostadito de un tronista al que le tengo un poco de manía, pues mejor.
Compruebo que todo está calcinado, como en esas películas de épocas antiguas en la que arrasaban las aldeas, pero ni rastro de John Cobra. Cuento los vehículos, había treinta y tres y dos motos. Hay treinta y uno y las motos. Mierda. Me subo al techo de uno de los coches que recuerdo del parking. Me saco la chorra y apunto a una cabeza chamuscada como un filete argentino. Comienzo a mear mientras tarareo:
– Y creo que he bebido más de cuarenta cervezas hoy…
Mi coche, vale. Mi arma, pasa. Mi silencio… ni de coña, cabrones. Si me tocáis el silencio os parto la crisma.
Texto escrito por Haciendo Ruido
El equipo de Tomás Trastornao recuerda que esta es un obra de ficción y que solo escribimos para hacer reír o sorprender al lector, nunca para hacer daño a nadie. Nuestro lema es “vive y deja vivir”. Bamf!, Moisés y Gurguik.
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